Encuentros inesperados

Le conocí en una pensión madrileña bastante decente y aseada. Había hecho una búsqueda por Internet para encontrar un establecimiento con precios asequibles, topándome con un buscador de pensiones y hostales baratos que me sirvió para localizar este establecimiento. Buena comida, huéspedes silenciosos, situación envidiable y un precio irrisorio. Sí, era lo que buscaba.

Decía que le conocí en una pensión madrileña, pero en realidad le había visto pasear por las calles de la capital un par de tardes. Su aspecto era estrafalario y su pelo enmarañado presuponía una falta de cepillado alarmante, pero su charla era muy edificante e instructiva. Había sido profesor en no se qué instituto de secundaria, pero una mala racha y la intervención furibunda de la rueda fortuna, girando siempre hacia abajo, le abocaron a la calle y a vivir a salto de mata. Pero insisto: era un hombre interesante.

Cuando me encontraba con un conocido le contaba todo esto, aunque por los gestos de su rostro sabía que nadie daba crédito a lo que oían de mis labios. Pensaban que la pensión en la que me alojaba era algo así como una corrala que amenazaba ruina y que no era en modo alguno ese paraíso tranquilo y acogedor que yo pintaba. Pero la verdad es que el buscador de Internet no mentía, y la comodidad con la que pasé aquellas semanas en Madrid se la debo, en gran parte, a la propietaria de la pensión, que siempre estaba al tanto de las carencias de sus huéspedes.

Precisamente el más pintoresco de todos ellos era él, el desgreñado. Vivía en la única habitación que había en el piso inferior, y estoy seguro de que hacía mucho que había dejado de pagar su alquiler. En cualquier caso a la patrona no parecía importarle demasiado porque todos los días le saludaba con atención y le ponía el desayuno en la mesa. El trato era tan familiar que en ocasiones fui regañado por llevar los faldones de la camisa por fuera.

Cuando terminé mi estancia en la capital me apenó bastante tener que dejar esa pensión tan maravillosa que había encontrado de forma casual. También me  resultó difícil decirle adiós a ese enorme personaje con quien tantas tardes compartí, pero la partida era inminente y no tuve más remedio que dejar en ese trocito de Madrid parte de mi alma.

Por cierto, hace poco regresé por allí y pude comprobar, horrorizado, que la pensión había desaparecido y que había brotado una tienda oriental de la nada. No sé si entrar y pedir que me devuelvan aquello que dejé allí, en ese trocito de Madrid, hace ya tanto tiempo. ¿Algún consejo?


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