Sabía que la representación comenzaba en diez minutos, pero todavía permanecía sentado en la cama, mirando extrañado la pistola que sostenía en una mano y la botella de whisky que agarraba con la otra. También sabía que tenía que estar en el teatro antes de que se bajar el telón por vez primera, porque si no no tendría oportunidad de acometer mi tarea. Así que por última vez bebí un trago del ardiente licor, comprobé que llevaba la entrada en el bolsillo de mi chaqueta y me conecté con el teléfono a una página que ofrecía un listado de taxis de España. Quería viajar de incógnito, así que elegí uno de los que allí se anunciaban para no despertar sospechas. Mi viejo Camaro era, por desgracia, muy conocido…
Cuando subí al coche que había avisado me inundó un agradable aroma que me hablaba de la fesionalidad del taxista. Animado, le di la dirección del teatro y me dejé convencer por su conversación, que tan pronto trataba de un derbi entre equipos rivales como de lo mal que estaba todo y de las soluciones categóricas que el amable conductor tomaría si fuese Presidente. Divertido, pensé entre mí que si este personaje fuera el que gobernase nuestros designios tal vez lo tendría anotado en mi libreta…
Una vez que llegamos al lugar pagué sin dejar propina (jamás lo hago) y me dispuse a acceder a la entrada del teatro, magníficamente dispuesta. A esas horas casi todo el mundo había pasado a sus asientos, y solamente quedaban algunos que apuraban un cigarrillo o intentaban vender las últimas acciones del día. Como había llegado con tiempo decidí también fumarme un último cigarro, y quizás este fuera en verdad el definitivo. Pero como no quería empantanar mi ánimo con cuestiones ajenas a mi trabajo me concentré en admirar el tránsito de la calle y la animación general, a pesar de ser un día de semana. La gran ciudad, pensé, jamás duerme.
Una vez apurado mi cigarrillo comprobé que todo estaba en su sitio y me dispuse a entrar. Casi sorprendido me percaté que el arco detector de metales estaba apagado. Mejor, dije, así no tendría que buscar una excusa que sonara creíble. Me moví deprisa para no despertar sospechas y accedí al palco que había reservado, uno muy discreto en un lateral que tenía la virtud de estar justo al lado del que tenía mi objetivo. Tomé asiento, conté hasta diez y me prometí disfrutar de, al menos, veinte minutos de buen teatro antes de acometer mi labor. Comprobé por enésima vez que la pistola estaba cargada y le quité el seguro. El clic metálico me resultó tan agradable como las primeras notas de una música que sonaba en el ambiente y que conocía bien…